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15 feb 2011

ANDREA COTE SE MUERDE LAS UÑAS




Un día me encontré a la poetisa en la Notaría Primera del Círculo de Bogotá. No sabía que las poetisas podían ser bellas. Tenían muchas un gesto despectivo, una mirada de rara avis a punto de sacarte los ojos. Por lo general, mujeres más bien feas, hombronas, desaliñadas, como si la poesía la llevaran muy por dentro, bien escondida entre la cal de los huesos. Y hechas de escombros de otras mujeres menos sensibles, más femeninas, menos pálidas por efecto de la rima asonante o consonante.

Si bien yo había leído sus versos, sólo hasta el final supe que se trataba de ella. No supe si felicitarla por ser bella, es decir por ser poema, para recordar al viejo Becquer. No supe si celebrar sus demás poemas, de los cuales no recordaba ni medio verso. La poetisa se mordía las uñas, se ruborizaba de una manera extraña, se pasaba la lengua por los labios que ya parecían de papel. Estaba viva, a mi lado. Olía a mujer, a humo de las puertas de Troya. Me parece que hablaba por hablar, como cualquier muchacha de barrio puesta en perspectiva. 

Esa tarde me enseñó que la labor de una mujer es ser ventana y no puerta. Ella me dejó mirar a través de sus palabras, de sus ojos, de sus manos de uñas despintadas, frente al Eje Ambiental a las cinco y media de la tarde, cuando al fin nos renovaron el contrato para seguir escribiendo estas líneas. Y para abrir esta puerta que da directamente a su ventana, ahora que me vengo a enterar que ha movido su pluma y su maleta y su pesado bolso con un cuadro de Van Gogh impreso en los costados, rumbo a Nueva York.