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12 nov 2014

KENIA, LA MARTIR TRANS DEL SANTAFÉ

 

Arrastraba consigo dos pecados: era negro y era travesti. Había huido de su casa del centro de Santa Marta desde muy temprano. Siempre le tuvo asco a la costumbre de los otros muchachos, aquella de volarse del colegio para ir a hacer el amor con las burras en los potreros. Dentro de su cuerpo se movían unos demonios distintos, que pedían un espacio propio para expresarse. Una mañana no aguantó tanto voltaje. Se quitó el uniforme y se duchó. Luego se puso la ropa del domingo y se peinó en el espejo del baño. Volvió al cuarto y abrió la tercera gaveta del armario. Extrajo el cofre de terciopelo rojo. Puso las joyas dentro de una bayetilla a la que le hizo un nudo doble. Se la metió entre los pantaloncillos y los testículos. Cerró la puerta con determinación, llevando consigo un morral pesado con ropa, un par de zapatos, el cepillo de dientes y el frasco de shampoo de tamaño familiar. Empeñó por el valor promedio las joyas de su madre, algo que le había visto hacer a ella, cada vez que se atrasaba su sueldo de maestra de colegio privado. Fue caminando hasta el terminal de buses. Compró el tiquete y se trepó a un bus expreso de La Bolivariana.

No miró mucho a través de la ventana. Durmió todo lo que pudo por el camino. Apenas probó una cena y un almuerzo desabridos en las seis paradas de la ruta. Vino a dar a Bogotá el siguiente sábado, bajo una lluvia obsesiva. En el terminal suspiró, mirando al cielo, más gris plomizo que otra cosa. Tomó un taxi y le pidió al conductor que lo llevara por la Calle 26 hasta el barrio de tolerancia. El otro lo miró por el espejo, como solo miran los taxistas para leer a su cliente. Le pregunto si le hablaba del Santafé. El negrito espigado asintió con una sonrisa de dientes muy blancos. Entonces se llamaba Juan Carlos Orellano, tenía 15 años pasados, pero por su estatura aparentaba unos 19.

LA VIDA EN PRIMERA PERSONA

Llegó a un hotel de la Calle 22, abajo de la bomba de gasolina. Allí se instaló, casi a oscuras, en una pieza del sótano, de más bajo precio que las de los pisos regulares. La tercera noche estuvo a punto de claudicar. Oyó voces de pelea. Dos travestis armados con cuchillos de carnicería fueron de cuarto en cuarto, golpeando las puertas y haciéndose abrir a la fuerza. Nunca encontraron lo que buscaban, porque al parecer se habían robado entre ellos. Culpaban a un tal Clímaco, quien no se había quedado en la posada esa noche. A la noche siguiente Clímaco apareció, pero entonces nadie discutió nada. Nada había pasado allí.

Se quedó con el gusto por el vértigo. De repente sintió que estaba en un lugar que siempre había esperado por él. Allí no era la única loca atolondrada, sexy, impulsiva y altanera. Allí tuvo su primera noche de sexo, que gozó en silencio con don Tito, el casero. Este era un viejo ecuatoriano, delgado y pálido, como enfermo de algo. Tito, quien solía decir que un perro ayuda a otro perro, le presentó un alegre y extrovertido combo que trabajaba en los hoteles de la 18. Allí armó su primer parche, allí empezó a gozar la vida en primera persona del singular. Ahora le faltaba un hombre de verdad. Alguien apuesto y barbado, como de telenovela venezolana, que hiciera girar la luna a su alrededor. Tardó en conseguirlo, más para mal que para bien.

Nunca se había maquillado, mientras vivió con su madre y sus hermanas mayores. En el Distrito Capital hizo realidad su sueño. Cambió su tarjeta de identidad por la cédula. Alcanzó el metro con ochenta sin tacones. Los espejos la reflejaban como la modelo que siempre había presentido que debía ser. Al principio los zuecos tendían a abandonar sus pies y se convertían en un peligro inminente. Luego fueron su elemento natural, junto con las cuchillas que portaba entre la plantilla y el zapato. Primero se hizo travesti. Luego ahorró, hasta que al fin se hizo operar. Contaba ya con 21 años.

Hasta ahí todo marchaba de maravillas. Pero Juan Carlos, que ahora se llamaba Kenia, no sospechaba lo que venía con su nuevo rol de transgenerista. Para sacar partido de su nueva condición laboral, se mudó de la 22 a la 19. Allí sacó pieza en Las Gomelas. Al contrario de sus colegas, decidió probar suerte en los prostíbulos heterosexuales de la 24. No causó risa ni estupor en esos negocios. Le fue tan bien, que antes de un año consiguió para aumentarse los pechos y respingarse la nariz. Subía y bajaba las escaleras con todo tipo de clientes. Algunas veces le iba mejor que a las modelos más hermosas. No pocas sabían que su feminidad era un prodigio de cirujano, tan normal en estos tiempos que corren. Nadie le pedía certificado de autenticidad. No arrastraba pecado consigo.

UN CHISME DE TOCADORES

Entonces sobrevino la publicitada marcha del 2011. Kenia no tuvo inconveniente en unirse al grupo de locas, travestis, lesbianas, neutros y marimachos. Quería sumar, nunca restar. Acaso le faltaba el instinto rosa, mezclado con algo de mala bilis, tan necesario al momento de abrirse paso en el competido mercado del sexo en el barrio Santafé. De cualquier modo, no se quedó a la zaga de las comparsas y los grupos musicales. Anduvo mostrando su espléndida sonrisa de neón, vestida de bailarina del Carnaval de Río, por toda la carrera Séptima hasta la Plaza de Bolívar. Después no regresó a Las Gomelas. Nadie la vio en su lugar de trabajo. Ni en el motel Los Delfines, ni en el bar El Bejuco de Tarzán. 

Apareció bocarriba en la calle 19 con Caracas. Tenía un agujero de revólver calibre 38 en la sien izquierda. Los técnicos que hicieron su levantamiento inicialmente reportaron una mujer N.N. Después se supo que era Juan Carlos, quien nunca se ocupó de cambiar su cédula de ciudadanía. Se rumoró en la cuadra que no fueron hombres. Se llegó a afirmar que fue una paisa rubia, de ojos claros, muerta de envidia porque el trans le había robado el novio, un camionero de ojos azules y barba cerrada. Sobre la acción del homicidio, se dijo que fue un sicario metalero, uno de los menores de edad que frecuentan la zona. Alguien pagado por medio de una colecta que hizo la ofendida con su círculo de chicas. Todo quedó en especulación, en rumor de trastienda, en chisme de tocadores de peluquería unisex.  

ALGUIEN DE PIEL NEGRA

El cuerpo fue enterrado en el cementerio del sur como N.N. Quizás no fue el final, sino el comienzo de algo. Para la marcha emblemática del 2013, alguien se acordó de Kenia y decidió rendirle homenaje. Se diseñó un afiche a dos tintas que se pegó en los postes de luz de las cuadras que ella solía patrullar. Contenía un dibujo, casi una caricatura a mano alzada del rostro de una negra caribeña. En el 2014, unos brigadistas de derechos humanos, vestidos con chalecos blancos y azules, se instalaron en una carpa, en la esquina de la 18 con 19. En su fecha volvieron a recordar el episodio. Esta vez con una misa campal y un sancocho de olla comunitaria. Alguien imprimió en unas camisetas blancas, obsequiadas por los brigadistas, el rostro de negra caribeña del año anterior. La población gay reconoció el símbolo, aunque no su origen. Las camisetas se agotaron muy pronto. Quienes las llevaban puestas, parecían ganar un estatus de colectivo, de agremiación organizada frente a los demás. El tremendo aguacero que se desencadenó al atardecer les dañó el festejo del día del orgullo gay. Los afiches se decoloraron, pero permanecieron varias semanas en los postes.

Al sol de hoy, nadie sabe a ciencia cierta quién era, cómo era en realidad. Apenas que se trataba de una negra operada. Los voluntarios de Derechos Humanos saben que es un símbolo sin forma, un ícono sin definición. El cronista se ha visto obligado a desdibujar la línea que separa la ficción de la realidad periodística. Los nuevos travestis que llegan al barrio son instruidos informalmente en el tema de Kenia. Es más una prevención, una señal de alerta, frente a las mujeres que laboran en el Santafé. El barrio no tiene memoria. Tampoco necesita tenerla. En sus cuadras los trabajadores y trabajadoras sexuales se precian de vivir al día, y de morir un poco al día. En todo caso, algun@s activistas de la tribu trans del Santafé han celebrado reuniones para tratar el tema. La discusión es si los operados son iguales en derechos a las mujeres. El asunto racial tampoco se queda por fuera del debate. Alguien, sin ánimo de especular, ha hablado de la muerte de Martin Luther King, en Memphis. Las operadas recientes se detienen en la esquina de la oficina de la 18 con 19. Escuchan las charlas o leen un rato los plegables que les alcanzan los voluntarios de Derechos Humanos. Así esperan, sin desesperar.