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3 ago 2015

SINDROME DE LA ACTRIZ PORNO


Los sicólogos se han quedado del tren. Hubo un tiempo en que lo sabían todo sobre nuestra psiquis, sobre nuestras angustias latentes y nuestros más ocultos deseos reprimidos. Hoy van como a la saga, perdidos entre la loca y desesperada multitud. Considero que así como existen el síndrome de Estocolmo y el de Asperger, debería existir el síndrome de Esperanza Gómez. Razones no me falta para inventarlo, sin siquiera patentarlo, a partir de estas líneas impregnadas de furor y admiración incondicional.

¿En qué vendría a consistir el síndrome de Esperanza Gómez? No me atrevo a aventurar mucho. No tengo un pelo de sicólogo, además que perdí toda la cabellera antes de los cuarenta. Bien vale la pena especular un poco al respecto. Creo que este síndrome tiene que ver con las ganas de tener una actriz porno en la casa. Una mujer que tenga más valores de los acostumbrados. Primero que todo, debe tener un valor decorativo. En segundo lugar, debe tener una memoria del cuerpo adaptativa, sintonizada con las circunstancias y azares de nuestra fantasía sexual. Debe estar en capacidad de hacer el amor a la intemperie, entre los mendigos borrachos y las palomas de la plaza de Bolívar, a la madrugada de un 1 de enero. Debe saber cocinar con picante mexicano, vinagre del Gólgota, chocolate español y ramas de albahaca de Los Andes. Finalmente, debe ser una buena mujer que no pone cachos a discreción, sino que comparte el gozo de la pareja con todo el vecindario. Es decir, que practique una especie de sexo comunitario, ahora que está tan de moda la palabra inclusión.

Esta mujer que hace derretir a los espejos cuando se pasea desnuda enfrente de ellos, es el sueño de cualquier hombre entrado en años y en carnes, que desea revivir las locuras lujuriosas del pasado. Aquellas en que uno hacía el amor en un volkswagen, o en un cajero automático, o en uno de esos tríos de colegio o de universidad. Ahora el tiempo ha pasado y uno necesita dinamita pura a su lado. Una hembra sin complejos, pródiga en resoplidos ardientes y en matemáticos orgasmos sucesivos, hasta bien entrada el alba. Uno sola mujer, una sola prostituta insepulta, de Nínive o de Babilonia, de Sodoma o de Gomorra. Y una mujer de entrecasa, siempre. Esa es la gran paradoja de este síndrome eficiente y bien comedido. 

Así pues, el síndrome de Esperanza Gómez espera con lentos y confiados aullidos, ocupar un día su espacio en las enciclopedias de sicología. Creo ser uno de los miles de hombres que lo padecen con abatimiento y, a la vez, con sorda alegría. El problema es si la hermosísima Esperanza estaría dispuesta a asumir con serenidad esa carga laboral adicional, la cual consiste nada menos que en bautizar algo que siempre ha existido, desde que la humanidad es humanidad, pero que nadie en sus cabales ha podido bautizar con verdadero acierto, entre clínico y cantinero.