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6 nov 2012

EL OMBLIGO DE LAS MONJAS



De niño me preguntaba por el ombligo de las monjas. Un círculo de fuego fatuo, un túnel sin fondo, algo que iba más allá de las posibilidades finitas del cuerpo humano. Con los días me fui decepcionando de sus misterios. Las monjas empezaron a llenar mi cabeza de horribles dudas. Esa implacable manera de exhibir sus túnicas bajo el sol de mediodía. Ese modo de mirar el mundo de reojo, aparentando conocer a fondo el fondo mismo de las cosas.

Dudo de estas mujeres, tan ajenas a los aguaceros, como talladas en piedra de cantera, con  el corazón martillado en un taller de los suburbios de Samarkanda. Parecen haber nacido así, sobre un colchón  no de plumas sino de cubitos de hielo. Hoy sólo me llenan el espíritu las monjas estrafalarias de Fellini, las monjas comadronas de Botero, las monjas enterradas en los cementerios de pueblo. Unas monjas distraídas entre la luz de la luna y los roces de las pieles. De otra parte, me encantan las monjas que se autoflagelan, que sacuden con sangre sus tormentas secretas, que no se dejan intimidar por las tinieblas de sus instintos discrepantes. Después de ese ejercicio vuelven a ser ellas, turbias mujeres de mundo.

Pero sigo siendo ese niño con un avión de papel en el pecho. Todavía sueño con una monja pelirroja, de pubis mal afeitado y treinta años de edad. Una monja de boca muy carnosa que en su mirada me devele los ayunos atrasados de los gordos demonios de su carne. Eso me motiva.