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15 jul 2017

MILENA




Con una mujer solo se pueden hacer tres cosas: amarla, sufrir por ella, o convertirla en literatura. Hoy pocos recuerdan que Lawrence Durrell puso esta sentencia en labios de Clea, en El Cuarteto de Alejandría. Parece otra boutade. Un tipo lleno de despecho que se aproxima, iluminado por una vela apagada, a la cordura de la especie. Y a la vez, un macho que se desquita de todas las féminas que vagan en su memoria, allí, apurado por la fuerza de gravedad de la pluma. Hoy casi puedo ver, en la distancia, a pesar de la distancia, que su pluma rasga la hoja blanca, al momento de escribir. 

¿Qué más agregar, a lo todavía no dicho? Desde siempre me impresionó la profundidad de este parlamento, que es como un adagio chino escrito en lengua inglesa. Mil cábalas hacía yo, cuando era profesor y contaba unos treinta años. En cuanto pasé las crisis de nervios de los cuarenta, me dije que debía existir una cuarta cosa, tan solo una cuarta, por hacer con una mujer de carne y hueso. Pasaron los soles y sus lunas. Por más que me lo pregunté, nunca pude encontrar una respuesta. Era la misma respuesta a lo que se vino a perder de las páginas de oro del Libro de Thot en el incendio de la Gran Biblioteca. 

Y ahora, justo a los cincuenta, creo haber encontrado la clave oculta, la métrica que hacía falta, el verbo conjugado en infinitivo. Es la hora en que el mar se retira de la playa, y esta se muestra tal como es, lejos de cierta numerosa conjetura de las olas, que ya vuelven, como si nunca hubiera pasado nada entre ellas y mi ombligo. Y es que en la implacable dimensión de mi medio siglo, el problema es otro. Ya no es encontrar las palabras exactas para expresarlo. Tampoco es evitar que mi pluma rasgue la hoja blanca, al momento de escribir estas palabras. Ahora que no hay pluma, ni hoja blanca, ni ruido alguno de papel al momento de ser rasgado... ¡Ahora, amor mío, es lógico concluir que debo morderme la lengua!