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4 dic 2013

LOS POLVOS CONTADOS





A menudo me sucede. Voy a investigar sobre las mujeres de Borges o sobre el origen sexual de los fractales de Mandelbrot. Entro a Google, me pierdo. Acabo en temas ajenos a mi búsqueda, pero que son vitales y decisivos. Y eso es, polvos más, polvos menos, lo que me ocurrió anoche. Andaba buscando un polvo para la tos de raíces orientales y me encontré con los polvos de García Márquez. Dice el costeño genial que uno viene al mundo con los polvos contados. De modo que si uno no se echa el polvo, en su punto y hora, el polvo se pierde.

No lo creo así. Por lo general, los buenos polvos no saben mucho de matemáticas. Son ciegos, no miran la cara de nadie. Se abren paso a tientas entre el calor de las bragas y las braguetas. No respetan raza alguna, clase social o nacionalidad. No redimen polvos por millas. Los polvos son en cuanto son, siguiendo a Wittgenstein. El paseo de río, la visita al museo, el funeral de un militar, pueden llegar a ser el motivo de aquel polvo inconexo, inesperado, imprevisto.


¿A qué viene tanta estadística? ¿Qué papel juega el azar en la métrica de los orgasmos? Son los polvos milenarios quienes producen su propia telaraña. Ellos inventan la situación, escriben la dramaturgia. Desde la noche de los tiempos contienen el cloruro de sodio, las ondas antiperistálticas y los fluidos de las pieles llamadas a invocarlos. Son los polvos que valen por diez, por mil. Quickies de milagro, en homenaje al "polvo eres". Quiero decir, aquellos polvos que en el instante mismo se olvidan, pero uno se los goza clandestinamente por el resto de la eternidad. O de pronto sí cuentan, al menos para un nostálgico dios castrado, vaya uno a saber... ¡Tendríamos que preguntarle a la viuda de Mandelbrot!