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27 ago 2013

GAROTAS ARDIENTES



Acostarse con una gringa es como desayunar con una hamburguesa de Mc Donalds recién salida de la nevera. No hay química bipolar. Es un ejercicio de estilo entre las sábanas, un espacio unidimensional donde se funda un acople de cuerpos sin demonios de la carne. Ya se ha dicho muchas veces que el erotismo debe tener arte, o no es erotismo. Otra cosa es hacer el amor con una mujer latina. Uno hace el sexo y el amor, el amor y el sexo, sin necesidad de una teoría de conjuntos. Una cosa verdaderamente especial es hacerlo con una garota brasileña.

Me refiero una de esas aceitadas garotiñas que con sólo mirarlas se le corta a uno la respiración y se le llena la mirada de orgías con un solo hombre, un solo dios verdadero. Son las mujeres que desde chiquitas fueron educadas para mover las caderas con el ritmo de las olas del mar de leva. Las mismas que cuando mueren siguen danzando desde la cal de los huesos hacia adentro. Me gustaría ser enterrado en una fosa común con una de estas bailarinas de samba, una veterana de 666 carnavales. Pero a mi edad todavía albergo el sueño de viajar a Río, de emborracharme con galones de caipiriña, de llevarme al hotel con ventilador de aspas a una de estas diosas de pies de barro y sangre de volcanes en erupción. No tengo duda que esa será la mejor experiencia de mi vida. O de mi muerte. Pues me dice un marinero que ellas no sólo le reavivan a uno las ganas de vivir, sino que le hacen vivir otras vidas en el instante de la agonía.

Las mujeres brasileñas conforman la raza cósmica de la que hablara José Vasconcelos. Ellas sí conocen las medidas del amor y las saben aplicar a mano alzada en cada poro húmedo de su piel. Los expertos en biogenética ya deberían estar buscando remedios para la impotencia dentro de la cocina de estas mujeres. Muchos ancianos millonarios pagarían el oro del mundo por ser tratados con algo del genoma, de la linfa de las vértebras de estas maquinarias sexuales. Por cierto: alguna vez pensé en cambiar mi nacionalidad, en marcharme de Colombia, en fundar un modesto hogar en Ipanema o Belo Horizonte. Me lo impidió el miedo a los filtros de los brujos negros. De otra parte, me detuvo la idea de que mi hijo primogénito llegaría a ser un futbolista aficionado, un bailarín aficionado, un soñador aficionado... Un perfecto aficionado en la palabra... ¡De tal padre, tal hijo!