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2 feb 2016

CUARENTONAS DE FIN DE SEMANA


Uno no ha hecho el amor, si no lo ha hecho con una cuarentona. Una jamona de batón de lamé y tacones gruesos que suenan duro. Hay un antes y un después, aunque suene a frase de todos los días. La primera cuarentona alegre que conocí era una negra. Se llamaba Estela, a secas. Me la presentó un curtido ingeniero de la B.P., quien me dijo que era una maestra del sexo. Esa misma noche nos quedamos solos y ebrios, a la salida de una discoteca especializada en reggaetón. Estela me empujó a un motel de barrio bajo, de esos de filas de bambú moribundo, a los que uno entra sin mirar atrás. 

¿Qué decir que mis distraídos lectores ya no sospechen? Tuve que echarla, ya entrado el mediodía. En pocas palabras, era el cauce de un río con cintura de reloj de arena. La tipa no se olvidó de los juegos de mesa. Ni del show privado. Ni de la escena con la botella de champaña invisible. Ni del anaranjado consolador de saltos de rana por todo el lecho revuelto. Gracias a Dios la cuarentona lo apagó a tiempo, pues ya empezaba a sentirme violado por la tecnología posmoderna. Es difícil recapitular en tan poco espacio lo que experimentaron los demonios de mi cuerpo, al sentirse inventariados ordenadamente, como obedeciendo a un estudio de tiempos y movimientos inventado en el Red Lights District de Amsterdam. 

Fui infeliz a su lado, azulado de miedo. En las pausas me hablaba de su aprendizaje universal en el sexo, de lo fácil que es comunicarse a señas con los obreros borrachos en Roma, de lo complicado que es hacerlo con los suizos. Unos tipos fríos y enredados, empezando por el idioma. A duras penas les entendía lo que jadeaban en medio de sus orgasmos cronometrizados. Respecto de los gringos dijo que no le gustaba sino la billetera sintética. Me dijo que en París fue contratada por una agencia de seguridad para bajarle la agresividad a los gendarmes nocturnos de perro de bozal. El canibalismo por lo bajo es mi arte, me susurró al oído. 

Ese día me dejó como carne picada en una licuadora hitleriana. Después nos encontramos una o dos veces. Luego borré el teléfono de mi celular. Se la presenté a Andrés, un publicista soltero. Santo remedio. Entonces supe el motivo por el cual el ingeniero Otálora me la había presentado. Estela dejaba una verdadera estela entre los hombres cuyas pieles visitaba a destajo, en su orgía de recuerdos de polvos multinacionales. 

No me tomó por sorpresa cuando Andrés me llamó furioso, para hacerme el mismo reclamo que yo le había hecho a Otálora. Le respondí lo mismo que me había respondido el ingeniero: uno no ha hecho el amor a cabalidad, si no lo ha hecho con una liberada cuarentona. Hay un antes y un después, aunque suene a frase de cuarentón de billetera flaca. Etcétera.