Vistas de página en total

12 feb 2017

IDIOMAS Y SEX SHOPS


Un negocio se impone. Es el de las tiendas sexuales. Antes, a finales del siglo pasado, era raro ver una de ellas a cielo abierto. Se disimulaban muy bien en los centros comerciales, detrás de espejos ahumados y una que otra luz fucsia o violeta. Hoy se han tomado las calles bogotanas. Ya no hay que buscar furtivamente en las Páginas Amarillas. Sus colores vistosos nos asaltan a la vuelta de la esquina. Es probable que en unos años nos podamos extraviar impunemente por microcosmos especializados, tal como uno se pierde en Ámsterdam, París o Nueva York. También es probable que muchas abran sus puertas alrededor de las academias de idiomas, según lo que le acaba de suceder a mi amiga Margarita. 

En diciembre pasado acompañé a Margarita, que se acababa de separar de su esposo, a hacer unas compras. Después del supermercado y el drug store, me pidió que la siguiera por un callejón de la Carrera Quince. Aquello no parecía una tienda, sino un parque temático. Era un gran local de diseño chill out, con espejos a diestra y siniestra, y música Deep House. Al alcance de las manos había aparatosas construcciones de látex, como torres de campanario. Había obeliscos góticos y neoclásicos. Había terribles sogas de monasterio, pesadas cadenas de claustro de la Edad Media, afilados instrumentos de tortura de regimiento militar Nazi. Había estrafalarios juguetes y ayudas orientales de instrucciones en media docenas de idiomas. Había rechinantes bordados y lencería de mil sabores y aromas. Había chocolates marca Godiva, tan grandes como estatuas de plaza pública, con forma de Hércules mocetón o Afrodita en calor, o de la propia dama de la leyenda, sobre un caballo de raza, más que dotado. 

La vendedora, una rubia peliteñida de pícaros ojos latinos, vestida como una Blanca Nieves, hizo sobre el mostrador una serie de didácticas demostraciones con dildos. Sonaban como batidoras de crema de chantilly. Le aseguró a la separada intranquila que tenía un catálogo de más de quinientos a fin de satisfacer a las mujeres más exigentes o insatisfechas en materia de placer. Al final, mi amiga escogió un muñequito de bigote trazado a lápiz, con traje blanco de chef y con la bandera de Italia impresa en el gorro, que se disimulaba muy bien en su cartera o en cualquier bolsillo de su abrigo. Pagó con tarjeta de crédito y me pidió que no le contara a nadie, por nada del mundo.

No volvimos a tocar el tema sino hasta ayer sábado, cuando me llamó para decirme que había aprobado, de un solo empujón, el examen de italiano del Istituto Italiano di Cultura.  Me dijo, de paso, que su problema con el idioma había llegado a su fin. Se trataba de una tara psicológica de infancia, cuyo origen no estaba en la fonética, en la gramática o en la sintaxis del idioma, sino dentro de su propio cuerpo. Después me confió que aquel gadget era fantástico, que no sólo le había soltado el hemisferio de los idiomas, sino que además la había hecho llorar de gozo místico. No le pregunté qué clase de gozo era ese, a estas alturas de la vida. 

La historia no termina aquí. La mujer se acaba de matricular en la Alianza Francesa y en el Colombo Americano al mismo tiempo, aprovechando que vive por los lados de Las Aguas. Reconozco que Margarita es una de las odontólogas más bellas e inquietantes que he conocido. Y con dominio de otras lenguas, ni le cuento. Me atrevo a especular que alguien, un europeo guapo y adinerado la espera, al otro lado del mar. Alguien que padece de insomnio pasajero y vuelve a dormir, noche a noche, a la espera de Julieta o Lady Godiva. De pronto es un italiano, de bigote trazado a lápiz, con la bandera de su país impresa en el gorro de chef.