Otra noche más: el verano azota mi casa en
la parte de atrás del tejado, más allá del balcón en ruinas. No hay forma de
controlar el sexo de los gatos. La menuda gata sabe provocarlos a la distancia,
sabe guiarlos hacia el punto exacto de la medianoche. Es una señal entre aguda
y grave. Es un aroma entre oscuro y transparente. Los bigotes y el olfato hacen
el resto, les pintan de relámpagos fucsia y violeta sus estructuras nerviosas. El
encuentro se produce con el gato más cercano, o el más ágil, el mejor
sintonizado. Antes ha tenido cuidado de lamerse la garras, de forma tal que
demarquen con precisión el territorio del amor. La gata ni se da por enterada,
casi no se da vuelta, tan distraída como está en adivinar la verdadera composición del insípido arco iris de los humanos.
El gato le muerde el cuello para hacerle
saber que es un digno heredero de la diosa Bastet. La gata no se hace rogar. Su
señal es como el wifi de mi PC nuevo en toda la manzana. Los demás gatos acuden
con el lomo y la cola erizada. La fila india es muy clara, también los aires de
batalla campal. El gato entra con urgencia milenaria en la gata. Su pene hace lo suyo. Las nubes se traban, unas con otras. La gata aúlla como loca. El volcán del Vesubio deja caer lava derretida sobre su estatua, no en mi tejado, sino en un tejado de arabescos de la lejana Pompeya. La gata no
quisiera que el gato le saque su prodigiosa corona de espinas. Es necesario que siga allí dentro, de modo
que ella se olvide de existir, pueda abandonar su cuerpo de gata y aspire a encarnar en diosa de la Nueva Luz y la Nueva Oscuridad.
El dilema que sigue es mayor. No es
eyacular, sino sacarlo sin que se note demasiado. El gato lo hace, no puede
menos que hacerlo, por temor a dejar de ser mortal entre los mortales. Tampoco le queda una gota
más de semen. La vagina se desgarra en mil y un arco iris. Cada trocito les
pesa a los dos hasta el fondo del cráter más antiguo de la luna, hasta la
combustión de la primera estrella y la última. Después se dividen los tejados,
tal como se dividen los pasos en la tierra. El gato volverá a penetrar más
gatas, a lo largo y ancho de sus siete vidas. Más gatas, entre filosóficas y distraídas, entre posmodernas y politeístas, entre marxistas y neoliberales, entre machorras y feministas, renovadamente y milenariamente vírgenes. Allí, en la parte posterior de mi tejado, justo atrás de mi
descompuesto balcón de veterinario soltero.