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13 jun 2012

LAS FLACAS DE BOTERO


Las gordas de Botero son muy, pero muy flaquitas. Lo que pasa es que tienen un corazón muy grande, que amenaza con reventarles el pecho. Unas aurículas llenas de burbujeante lujuria tropical. Ya lo dijo el propio Fernando: tan sólo pinto volúmenes. Todo es culpa de quien se atreve a mirar a sus personajes con ojos de mezquindad occidental. Porque antes se hace preciso establecer esa distancia necesaria entre la extensión primitiva contada por el pintor y la extensión cartesiana vivida por el espectador.

Confieso que no soy de los tipos a los que les gustan las gordas. Todas están llenas de burocracia, de pereza ancestral, de muy pocas ganas de hacer el amor en otra posición. Una gorda es sospechosa de algo turbio, digna de desconfianza por donde se la mire. Su piel no exhala tibieza líquida, sino humor de vela de cebo y manteca porcina insaturada. Una gorda siempre está metida en chismes y consejas de cocina. Siempre está espiando como un búho desplumado a las parejas en los parques y en los cinemas. Y siempre está mirándose las llantas, de reojo en el espejo, en busca del milagro que nunca ha de llegar. No ignora que su mejor epitafio es el más simple: "Campo de trabajos forzados para gusanos".

Las gordas de Botero son distintas. A estas gordas uno las ve por primera vez y las recuerda para toda la vida. Son unas tipas sensuales. No pesan un solo gramo en el recuerdo, no se infiltran con sus praxis conspirativas entre las fisuras del insomnio. Levitan ellas, felices, bajo un cielo de caricatura. Viven su prodigiosa eternidad a cuentagotas. No nos estorban para nada. Adornan con sus redondeces el mundo de todos los colombianos con problemas de nutrición y dialogan en clave con la lluvia y el relámpago de nuestros antepasados indígenas. 

Uno de solterón quisiera cumplir el sueño de hacer el amor con una gorda de Botero. No tomarse siquiera el trabajo de seducirla. No dejarla pensar, mucho menos respirar. Tomarla de frente y por asalto, reventando una a una las pepas blancas de su vestido de tafetán rosado. Morderle los labios hasta hacerlos sangrar mermelada de frambuesa. Y hacerle el sexo, en cambio del amor, dejando suficiente espacio para que hacia la medianoche sea la misma gorda quien le de la vuelta al ajedrez carnal. Y que de un solo empujón le haga doler a uno el hueso del amor en lo profundo. Y oír crujir, saltar en astillas el calcio ferviente, el blanco a oscuras del comúnmente denominado "hueso isquión". 

Y finalmente hacerse uno polvo en el polvo, al filo del polvo.