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2 sept 2016

TRATADO DE PAZ


No podemos hacer la paz porque ni siquiera sabemos hacer el amor. Nunca fuimos educados para tal propósito. Primero conocimos los cuchillos de piedra y los afilados dientes de Marte, mucho después las tetas generosas de Venus. Sus pezones erectos, de redondas corolas punteadas, con sabor a miel. Y su sonrisa de pan mojado en leche tibia. Desde entonces, vivimos mezclando peras con manzanas. Fuimos hechos a lo colombiano, es decir, a lo Vietnam, al peor estilo de un pintor de brocha gorda, con resaca de barato licor adulterado, un lunes por la mañana.

Nuestros profesores del colegio son culpables. Siempre nos escondieron el papel dorado del caramelo. Y por supuesto, el propio sabor del caramelo. Nos enseñaron el placer del sexo como algo sucio, peligroso y pecaminoso, de lo cual no se podía hablar. Ellos mismos fueron ilustrados en esa enfermedad mental, sin motricidad y sin finura. Por supuesto, nadie es culpable, en el país de Nuestra Señora de La Circuncisión. Los colombianos de hoy pagamos las consecuencias, lavamos de buena fe los platos rotos. Nuestros ingenuos gobernantes creen que si firman con plumas de oro en un papel, a cuatro manos, con los guerrilleros, van a alcanzar la paz de la noche a la mañana, como quien firma un cheque sin fondos para pagar la matrícula de su hijo en el liceo, Calendario A, de las monjas Betlemitas.

A este país lo que le faltan es orgasmos jugosos, llenos de no-lugares, de colores vivos y duraderos. O acaso, métrica y rima en los orgasmos, con calidad expresiva, por medio de talleres masivos para orgasmos creativos, leyendo a Pietro Aretino y al Marqués de Sade, a Bocaccio y Henry Miller. Cada sesión acompañada de los refuerzos biológicos respectivos, tales como hirvientes calderos de frutos marinos y pesceras llenas de manotadas de Sildenafil. Bien sabemos que es imposible hacer el amor con semejantes indicadores de desnutrición. En nuestros hogares no abundan las feromonas dispersas en el aire. No podemos darnos ese lujo. No hay dinero para lencería, ni lubricantes de brillo eléctrico, ni condones con sabor a canela de Ceilán. Nuestro paupérrimo presupuesto no resiste tanta especulación erótica. 

Hoy necesitamos pasar de la lujuria de la sangre, como la llamaba Einstein, a la lujuria de carne, como la cantan los poetas. Debemos pasar de la lujuria de los crímenes de lesa humanidad, de las masacres y las motosierras a la calidez de los susurros entre blancas almohadas. No podemos seguir peleándonos igual que manadas de hienas, precisamente por no hacer el amor como conejos en su nicho de tierra seca. O como palomas a la intemperie de las catedrales.

Quizás, en un futuro muy lejano de ciencia ficción, las cosas cambien. Cuando bajen o desaparezcan los impuestos a los moteles y a los juguetes eróticos. Acaso entonces comenzaremos a pensar en serio en la paz, una paz con justicia sexual. Por lo pronto, continuemos pecando a palo seco. Sigamos tirando a la bartola, igual que uniformados autoritarios. Sigamos mirando el cielo azul para entretener con sofismas a nuestros demonios de la carne, aparentando que no nos hunden sus largas uñas en el centro del alma cada noche... Y que madrugamos a trabajar, como si dios de veras existiera... Y como si la paz fuera este resbaladizo vocablo de tres letras!