Vistas de página en total

8 mar 2017

WHITMAN EN ROSA


Walt Whitman era un tipo gay, con sus cabellos y sus barbas contra el viento, en verso libre. Le gustaban los muchachos. Le gustaban los bomberos musculosos y los carniceros con el afilado cuchillo en la mano. Le gustaban los policías con facha de inmigrantes irlandeses, rubicundos y pecosos, agitando sus porras. Le gustaban los ladrones de caras rayadas y los rufianes del ruedo. Le gustaban los abogados recién graduados, de pretenciosas miradas torvas y chaquetas de hombreras altas. Le gustaban los oficinistas sin nada en la mente, en mangas de camisa. El mañoso Walt se subía al ferry del East Side con la ilusión de apretujarse con todos, de ida y vuelta. Rozarlos, entrechocarlos, empujarlos, dejarse empujar como al descuido. Esa era la tarea. Y respirar muy de frente, uno que otro aliento tibio. Este era el bonus track.

El resto del tiempo ejercía como periodista. A mediodía, se encerraba a escribir su columna del Daily Eagle. No solamente escribía su columna, sino el editorial y el resto del periódico, usando diferentes seudónimos. También se daba el lujo de ir al taller y ayudar a componer las páginas de tipos de plomo. Al caer la tarde se alejaba de Brooklyn. Deslizaba sus botines de caminante por los lados del Greenwich Village. Desde las ventanas del Café Salim la luna era más redonda. Se tomaba unas cervezas, dejando escurrir el último chorro por las comisuras de su boca, a efecto de remojar los filos de sus barbas blancas, percudidas. Luego se iba derecho hasta el vecindario italiano. Buscaba un muchacho con cara de hambre y de vicio. Se lo llevaba al cuarto. Nunca le perdonaba que no se dejase besar por los cinco costados, incluido el del corazón. No permitía apagar la luz, a fin de no perder de vista su próximo verso.

Todos esos tipos de acero son los que llenan sus poemas. Muchas veces casi no caben en semejantes catálogos. En ¨Leaves of Grass¨ se lamenta que estén siempre vestidos, que sus trajes no permitan ver la gloria de la piel masculina a simple vista. Pero sucede que Whitman quería ser la voz de una nación. Impostó la voz, a más no poder, para conseguirlo. Se subió al pedestal reservado para un macho. Un macho americano de zapatos número 43. Y nadie ha podido bajarlo, ni Donald Trump con su numerosa cabellera, desde su nuevo escritorio. En medio de los cambios que se avecinan, ojalá Whitman siga siendo el gran poeta americano. La voz de América, por antonomasia. Siempre y cuando a Trump no le de por buscar otro más virilmente americano, de camisa de cuadros, vello en pecho y remolino en el ojal. En verso libre o consonante.