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11 ago 2017

PODOFILIA




Yo no sabía que arrastraba una aberración más en mi cerebro. No hasta esta precisa mañana de lunes, casi terminando unas merecidas vacaciones en Panamá, alojado en el Hard Rock Hotel. Esta mañana lucía gris de lluvia, con silenciosos relámpagos estrato plata por los costados de los rascacielos de la bahía. Bajé de la habitación 3312 al lobby, sin deseos de nada. Por hacer alguna cosa, me paseé por allí.En el bar pedí un trago doble de ron blanco.  Todo era cursi, sin más. No le vi ninguna gracia a las calzonetas floreadas de Madonna, usadas por la diva en la grabación del video Like a virgin.  Por allí estaba una chaqueta de jean con tornasolados apliques de Bon Jovi. Más allá rechinaba una guayabera de verano londinense de Paul MacCarthey. Ni me detuve ante el traje enterizo de Mickael Jackson, que más parecía salido de un after party de un club de travestis de San Francisco.

Todo el hotel de 62 pisos estaba sumergido en un ambiente de discoteca de los noventas. Uno se movía por los largos pasillos, medio ciego, apoyado en las paredes. En el primero y segundo piso, la música de fondo sonaba las 24 horas. La semipenumbra, matizada con acordes de rock, parecía esconder a las mil maravillas el plan de iluminación de la impresionante mole de vidrio y concreto. La obra de un genial experto financiero. Siendo un estudiante de economía de toda la vida, me pregunté por el tipo que se inventó semejante parafernalia de vitrinas para bajar de un empujón los costos de la energía eléctrica de la cadena hotelera. Ya estaba a punto de devolverme a dormir la resaca de la noche anterior, cuando los vi de reojo.

El corazón me latió desplumado, como en un verso de Jacques Prevert. La respiración se me hizo de piedra, como en una prosa indigenista de Octavio Paz. Las piernas me temblaron, en medio de un sudor frío, como en una novela de Raymond Chandler. Allí estaban, dorados sobre un fondo violeta. Los miré en detalle. Observé la curva insobornable del puente, las rotundas correas ceñidas. Pensé en la estructura de acero del cambrillón derecho, aquel que sostuvo el ardor juvenil de su cuerpo sudoroso, en medio de acrobáticos pasos de baile, en los tiempos en que Youtube era un sueño de escritores de ciencia ficción. Los dos tenían leves raspaduras de marfil en los tacones, alguna diminuta avería en los contrafuertes, algún raspón en la etiqueta de la marca. Sus suelas resonaban como locas en la inutilidad de las cenizas de Arquímedes. Sus punteras me querían golpear en el centro de la calva. Yo estaba dispuesto a sorber de buena fe la sangre de mi boca y mi nariz.

Después de casi una hora, tuve que liberarlos de mi torcida imaginación, dejarlos recorriendo otras miradas. Un grupo de turistas japoneses se había aglomerado a mi alrededor. Sus semblantes taciturnos me interrogaban por la espalda. No entendían la dimensión de mi sigilo, la torpe clandestinidad de mi sonrisa. El guardia de seguridad también se acercó. Saqué el celular de mi pantalón y le tomé una serie de fotos. En todo caso, el planeta seguía moviéndose. El resto no lo puedo contar. No me alcanzan las palabras en su literaria desfachatez. Simplemente diré que la sensación es la misma que tuve cuando platicaba con mi padre, de espaldas a una pared en el MOMA de Nueva York. Me di vuelta ante su mueca de estupor y me encontré, de manos a boca, con un autorretrato de Vincent Van Gogh, convertido en el terrible vicioso que era en París. Lo digo ahora, sin sangre en la cara. Ahora que soy el terrible vicioso que soy, en un cuarto de baño en Panamá. Noche de Lunes de Pascua. Habitación 3312.