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5 dic 2014

JUGUETES SEXUALES



Mi novia se ha obsesionado con los juguetes sexuales. Empezó con un aceite de coco para calentar la piel. Siguió con una pomada para resucitar serpientes prehistóricas. Continuó con un gel para estrechar el diámetro de su vagina. Le gustaba sentirse así, estrecha como la virgen anterior a todas las vírgenes de la especie humana. Ella se empeñó en usar el producto hasta que se nos acabó, una madrugada de viernes. A decir verdad, no me hizo mucha gracia. Semejante experimento por poco me produce una hernia inguinal. 

A las pocas noches apareció con un vibrador de baterías AAA. Según me cuenta, se lo regalaron en el juego del amigo secreto en la oficina. Tal parece, algún subordinado la consideraba una vieja ruda y amargada. Por esa vía entró en el camino de los vibradores. Al principio me causaban risa los inocentes muñequitos con gorros de cocineros, con quepis de porteros, con sombreros de burgueses, debajo de los cuales se escondía una bala vibradora intercambiable, que noche a noche sonaba debajo de las cobijas, hasta bien entrada la mañana. De esa época recuerdo sus ojeras y su desgana, como si un vampiro de película le chupara la sangre sin sosiego. Luego dio el salto al extravibrador de control remoto, con el cual nos divertimos un tiempo en las filas del cajero autómatico y de los supermercados, y por supuesto, en la primera banca de la iglesia en la misa de gallo. al final tuve que desaparecer el aparato, pues ya casi no me daba la cara, excepto a la hora de pagar la elevada factura de los servicios públicos.

Cuando ya creía que nuestra relación volvía a la normalidad, sucedió algo peor. Se consiguió un muñeco inflable, rubio, de ojos azules, referencia Hooligan Irlandés M-43. Una noche no pude resistir más. Fui a la cocina por el cuchillo más grande, el más afilado, y regresé pisando fuerte a la alcoba. Respiraba por boca y nariz. Juro que estuve a punto de hacerlo mil pedazos, de convertirlo en una montaña de condones picados. Ella me tranquilizó diciendo que aquello no era infidelidad. No había ningún motivo para estar celoso de un simple partner de goma. Me dio a beber dos vasos de agua con una aspirina efervescente y me rascó la nuca con el filo de sus uñas. Ese fue sólo el comienzo. Un muñeco negro y alto, como basquetbolista de la NBA, y otro calvo como luchador de la WWE, siguieron en turno. Muy tarde vine a descubrir que el mejor amigo de la mujer posmoderna no es el perro, mucho menos el hombre.

No me voy a dejar echar el agua sucia. Por algo soy colombiano de sangre y corazón. La semana pasada me compré mi regalo anticipado de Navidad. Una porrista pelirroja de los Miami Dolphins, de ojos verdes y pecas preciosas. Camino al apartamento, busqué una esquina mal iluminada, estacioné mi volkswagen y la arrojé a la basura. Me pareció una forma ingenua y estúpida de jugar a pagarle con la misma moneda. Hoy no sé qué hacer, qué camino tomar entre los mortales. Me siento como un personaje de una película de Woddy Allen. Vivo arrinconado en mi propio lecho nupcial por toda clase de ayudas: lencería, arneses, lubricantes, microchips encubiertos en telas satinadas de colores vivos. Pero esta noche es mi noche. Me voy a sacar el clavo, de una vez por todas. Acabo de llegar del Red Lights Shopping Center. Traigo conmigo un pesado látigo negro de domador de circo, importado directamente de Alemania, con el fin de enrojecer mi piel de algo diferente a la vergüenza y conseguir hacer saltar chispas de sangre de mi flaco trasero de Desplazado Sexual.