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5 jul 2012

LA SOLEDAD DE UNA STRIPPER




Extraño esos tiempos en que visitábamos teatros en ruinas para ver mujeres desnudas. Por lo general una cuarentona en desuso, bailando un ritmo popular. Como en un cuento de Bukowski, se despojaba de un traje negro enterizo, que iba dejando ver sus adiposidades y otras señales, tales como la de alguna cicatriz de operación o pelea callejera. Los muchachos de la época nos mezclábamos con los viejos impotentes de la época para hacer barra a la nudista de turno. No era tanto el morbo individual, sino el gozo comunitario lo que más nos excitaba a todos.

Hoy la puesta en escena ha cambiado. Se ha privatizado. Y no por culpa de las terribles multinacionales o de las políticas públicas neoliberales, últimamente tan de capa caída. Pero quizás las redes sociales nos han llevado de la mano a otro tipo de desnudismo. 


Hoy el lugar es un bar muy estrecho, lleno de espejos y mesas de vidrio y aluminio. Todo brilla. Uno debe esperar a perder a ceguera. La chica, muy operada, se le ofrece al entrar. Si uno accede, se le desnuda enfrente, casi encima. Los otros tipos miran de lejos. A veces ella se quiere acostar con uno. La mayoría de las veces no. Se marcha a casa envuelta en un abrigo de piel, de marquilla china. 


No he vuelto a ese tipo de show, donde la soledad es la otra marca. No queda un rastro de lujuria comunitaria, de marxismo sexual. Ningùn aroma pesado. Nada se pudre allí, en ese cielo. Nadie grita el nombre mundano de Dios. Ni siquiera eso!