Vistas de página en total

1 abr 2015

LA PRODIGIOSA INDUSTRIA DE LOS CONSOLADORES


Acabo de leer una noticia según la cual la industria de los consoladores crece más que la de los computadores portátiles, las tablets y los carros que ahorran gasolina. Los dildos femeninos se nos volvieron artículos de primera necesidad. Tienen un peso relativo en la canasta familiar de las clases medias y superiores. Por algún motivo crítico y exógeno a esta nota periodística, el planeta se les está quedando pequeño, día a día y noche a noche. ¿Qué podría estar pasando en este raro mercado que nunca se han ocupado en estudiar a fondo los economistas neoliberales?

Me dice una amiga que trabaja en una Sex-Shop del Soho de Nueva York, que la industria de los consoladores tiene mucho que ver con la de los misiles. También los misiles giran y giran especulativamente alrededor de la tierra, antes de alcanzar su mortal objetivo. Tras esa afirmación acertada y a la vez risible, le hago saber a la vendedora especializada que los consoladores no producen dolor, catástrofe y muertes al por mayor, sino placer, agua salina y orgasmos a granel. En ese preciso momento llega una clienta rubia de unos treinta años. Mira el catálogo. Se hace poner tres dildos sobre la vitrina. Escoge el más grande, que más bien parece un gigantesco lapiz labial gótico. Es decir, negro en la cabeza giratoria y abatible. El resto es plateado. La bella y reflexiva mujer se marcha. Procuro no volverme a mirar, pero podría jurar que su novio o marido es un negro. De pronto, es un suboficial que está en la guerra y trabaja con misiles teledirigidos. Su prometida no se le pueda quedar atrás, mientras el tipo regresa o lo matan, en el mismo momento en que ella llega al orgasmo, de este lado del planeta.

Mi amiga y yo seguimos hablando, antes que llegue la hora de cerrar la tienda. Como hace tanto frío en esta extraña primavera, saco de mi chaqueta media botella de vodka. Bebemos lentos sorbitos, a pico de botella. Mientras ella cierra el negocio y asegura los candados de las vitrinas, llegamos a una conclusión común. Es preferible que la gente se quede en su casa, masturbándose de cara al espejo del techo, antes que salir a matar sigilosamente al vecino. Además, los países deberían invertir en más armamento. No de guerra, sino de sexo. Al fin y al cabo, el sexo es guerra, y la guerra es sexo. Lo sabe cualquier carnicero, chofer o albañil, sin necesidad de leer al maestro Sun-Tsu o al mismo Clausewitz. 

Para la prueba un botón: no salimos, sino que nos encerramos en la tienda con la luz apagada, de modo que los de las tiendas vecinas no sospechen nada. Mientras mis ojos se acostumbran a la oscuridad, mi amiga prende todos los consoladores al mismo tiempo. Lo hace tal como en otros tiempos las mujeres encendían velas para convocar a Afrodita. Debo confesar que nunca he trabajado en la industria del armamento. Ni siquiera soy reservista. Tampoco soy capaz de manejar un arma de fuego. Sin embargo, ella abre las piernas y me pasa un consolador que brilla en la oscuridad. Es verde manzana de neón. Más parece una granada de mano, pero de confite. Lo que sigue se lo dejo a la imaginación del lector.