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14 sept 2015

666 ORGASMOS


Una palabrita del diccionario siempre me inquietó: orgasmo. Todavía me cuesta trabajo entender su significado entre todas las mujeres. De acuerdo con la sabia etimología griega, significa escalera. No todas las mujeres que he conocido en la intimidad han trepado la escalera a mi lado. Algunas se resbalaron en un escalón y no subieron más. Otras vacilaron, se distrajeron cuando apenas les quedaba un peldaño que estaba más jabonoso que todos los anteriores.

Las señas externas del orgasmo son todo lo que tenemos los hombres para saber que las hemos llevado hasta el final de la escalera, sin mayores atajos ni embelecos. Juliana se orinaba como una niña de brazos. María Helena me mordía la quijada como una hiena hambrienta. Catalina vibraba del cuello para abajo y para arriba, como si le hubieran aplicado corriente de alta tensión en un pezón y el otro. Olga se mordía los labios despacio y me llamaba hijo de puta a gritos. Después me pedía disculpas y volvía a ser la elegante y sofisticada abogada penalista de siempre. Milena, la profesora de sociales, se ponía roja como un tomate. Mascullaba sucias palabras en un lenguaje anterior al primer lenguaje en que se escribió La Biblia. Beatriz, la enfermera auxiliar, se corría con un grito de auxilio que muchas veces despertó a los vecinos del conjunto, que llegaron a pensar que yo la quería asesinar con una certera cuchillada en el corazón. Después se quedaba dormida, roncando como una podrida foca prehistórica.

El orgasmo más raro que conozco ha sido el de Marcela, la caleña. Yo no le veía ningún gesto, respiro, movimiento raro de la cara. Apenas se quedaba sin aire, mirando sin ver el techo de la habitación. Daba la impresión de indagar por una estrella detrás de la luna más antigua de su existencia. No por eso to perdía la motivación, pues seguía moviéndome con el mismo ritmo atlético que me caracterizó antes de perder la totalidad del pelo sobre el cráneo. Recuerdo muy bien que algo en Marcela, la caleña, empezaba a sonar como una metralleta de película gringa, de aquellas que tratan sobre la mafia italiana que alguna vez colonizó las partes bajas de Nueva York. Eso que sonaba era la señal apenas terrenal de su orgasmo más celestial.

Al principio, en medio de mi borrachera, creí que alguien nos estaba disparando detrás de la persiana abatida. Luego vine a saber que se tiraba mil y un pedos para rebelar su orgasmo a través de su primoroso trasero. No un pedo cualquiera, repetido linealmente, sino un pedo en el mejor sentido de la poética definición de los pedos que nos entregó el gran Salvador Dalí. Para mi gusto, Marcela, la caleña, ha sido la amante más extravagante que he tenido. Siempre que veo una balacera en el cine, me acuerdo de sus silenciosos orgasmos con una retreta de sonidos en la retaguardia. Lo triste de esta historia es que Marcela, la caleña, se marchó a su ciudad, a su peligroso barrio, el Santa Helena. Allí se unió en nupcias con un tremendo gatillero, el cual al poco tiempo la asesinó. Alguien me dijo que el pobre hombre también se había equivocado, al momento de sacar su otra arma y disparar, tan drogado como estaba. 

Hoy lo único cierto es que mi nueva novia se llama Lina. Es una paisa que estudió finanzas y relaciones internacionales. Es una tipa alta y muy seria. Ya me confesó que se masturba con el dedo corazón izquierdo, al que le ha recortado muy bien la uña, y que cada vez que le atrae un hombre, estudia bien su estatura con el objeto de imaginárselo en la cama, encima de ella, tan largo como sea. Es un hecho que está medio loca, la paisita hermosa de ojos claros, tan enamorada como está de los finales de los cuentos de Cortázar.Todavía no nos hemos metido en la cama, si bien a menudo me pregunto por el gesto, indicio, prueba pericial de sus inquietantes orgasmos. Espero que me sorprenda con algo nuevo, con algo bien raro, pues como afirmé al comienzo, todavía me cuesta trabajo entender el significado de la palabra orgasmo, aquí, entre todas las mujeres que van y vienen, escaleras arriba, escaleras abajo.