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31 dic 2010

MUJERES NEGRAS



Me encantan las negras. Su boca para pronunciar todas las vocales en una, su belleza obscena, su juiciosa vocación por los asuntos de la carne. Las tetas de las negras me llenan la boca de un sabor de agua de coco. Sus caderas mantienen el equilibrio del mundo. Ponerse a andar a su lado tiene su riesgo, pero vale la pena hacerlo.  Entretanto, deambulo por calles y playas mirando negras. Negras a izquierda y a derecha. Negras al sol y al agua. Sus cuerpos me miran con todos los poros de la piel. 

Amar a las negras no es otra obsesión personal. Es un ejercicio de libertad de los sentidos. Es abrir una jaula para que huyan los pájaros de la otra esquina del arco iris. Es caminar de frente hacia el mar, invocando sus diosas de nichos de corales. Por supuesto que hay negras de negras. Las negras niñas, con senos como botones, sin querer me acarician con su aliento. Las negras maduras, de senos grandes, me hacen pensar no en la leche, sino en la espesa brea que les burbujea por dentro, que se les mete entre las venas y el corazón, y les brota como una señal de lujuria en su mirada.

Todos ellas, sin excepción, son briznas al viento, son lunas reflejadas en el agua, son semillas en trance, son cifras sin escritura. Todas ellas van desnudas con ropa o sin ella, desafiando el sol. Beben sus rayos, uno a uno, de nacimiento. No les importa la candente sombra y sus lujurias. Son dueñas de cada pliegue y repliegue de cada fruta, de cada hoja seca que se deshace bajo sus pies. Mientras tanto yo voy siempre vestido, sin más pertenecencias. Creo que a Rembrandt le faltó pintar el pubis de una negra virgen, sus múltiples espectros.