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3 ene 2018

EL BARRIO ROJO DE AMSTERDAM




El Red Light District está de capa caída. No lo digo por esta exótica mesera senegalesa que atiende la barra del Café Remember, frente al Canal Achtergurgwal, en el número 81. Lo digo por la cantidad exagerada de vitrinas con letreros de SE ARRIENDA. Aquí las prostitutas rumanas hacen su agosto, pero sus carnes ya no estremecen de lujuria. Sirenas enlatadas. El museo de la prostitución no escandaliza a nadie, ni a los chinos. Tampoco el Sex Museum. Ni el museo de los condones. Los fumaderos de marihuana y las tiendas de vaporizadores no tienen nada que envidiarle a las ollas de las principales ciudades colombianas. La marihuana del Red Bull Coffee Shop es un ripio de hojas pasado por agua, de efecto placebo. Algo tan orgánicamente limpio para el cerebro como la ensalada que comen los Hareh Krishna. 

El Red Light District es un vecindario fresa, un sano parque de diversiones, una fábrica de euros contantes y sonantes. Lo hacen a costa de los payasos mirones como uno, de los viejos aprendices de aberrados, de los Bukowski en ciernes como uno. Y no es gratuito que, de vuelta al hotel de menos cuatro estrellas, uno se ponga a pensar seriamente en el barrio rojo de Bogotá. Al maravilloso y nunca bien ponderado Barrio Santafé apenas le hace falta un buen toque de extravagancia y glamour. O un señor alcalde, un buen funcionario que le meta empuje a su modernización arquitectónica y sanitaria, con reforma tributaria a bordo. Las chicas casi alegres están bien, su ropa interior está bien, sus sonrisas dulces están muy bien, sus zapatos de plataforma están casi bien... Les falta algo que los gringos expertos en mercadeo llaman lujuria de marca... Les falta, lo que se dice, una buena vitrina, tipo exportación... Para ponerlo en términos castizos: ¡Las bellas callejeras de nuestro barrio valen todo el oro de la posmodernidad!